La auténtica memoria histórica
Os contaré el relato que una vez me narró grabado a fuego, frío y lluvia en la memoria histórica y real de un hombre; que se fue con dolor de un siglo de amor, odio, lucha, hambre y alegría. La vida es así, a veces hermosa otras cruel, pero una enseñanza callada y continúa. Cada herida, una lección, un acto de amor. Os contaré la historía de un niño de dieciséis años que nació en un pueblo de Castilla. Su padre era un hombre de fe, honrado y trabajador; su madre, una señora de campo, que parió a nueve hijos y perdió dos y a su marido en una semana. Volvamos a la historía. Aquella familia, allá por el mes enero de 1936, se caldeaba en el invierno duro de la meseta abulense al candor y olor de los rescoldos de madera húmeda en la cocina, así le llamaban a las chimeneas donde se calentaba la casa, se cocinaba y hacía hogar.
La mano temblorosa y los dedos tan finos y extensos como sus recuerdos, sujetaban suavemente el sillón de oreja mientras hablaba. Su voz fuerte y limpia como su corazón cansado; con movimientos suaves en el aire, cincelaba los recuerdos de su niñez como quién hace un barco de vela ayudado de una navaja en tanto pule el corcho de un pino del Monte Abantos hasta formar el casco que sostendrá el palillo/mástil y vela de papel. Su maestro era un sacerdote joven, aunque parecía anciano a los ojos de un aquel niño que se hizo hombre, cuando cambió la peonza por un fusil. Cada tarde iba a misa con sus padres y hermanos mayores, al anochecer, en casa se rezaba el rosario clandestino. Vivían en un pueblo muy pequeño, no llegaba a 100 habitantes, divididos en tres grupos: republicanos; católicos sin especial interés por lo que ocurría más allá de su huerta; y, algún que otro activista de derechas. Llegó el mes de julio de 1936, se suspendieron las clases y ese niño imberbe aprovechó para ir al campo y entretenerse con el entorno loco de alegría puesto que no sabia muy bien lo que le deparaba en el futuro a su familia y España. Caminando tropezó con algo negro de pana, miró fijamente al suelo y encontró el cadáver de D. Basilio, su profesor y sacerdote. Aterrorizado se escondió. Vio llegar el camión de la basura con un grupo de aparentes soldados mal aliñados, como decía Machado, de torpe indumentario, con brazaletes rojos asidos a sus monos de trabajo. Cargaron los restos de don Basilio y marcharon. Esa escena nunca la olvido, se convirtió en uno de sus cuentos de abuelo. Su madre y padre pasaban las noches rezando para que no les ocurriera nada grave y terminará la Guerra lo antes posible; cada mañana el hermano mayor y su padre marchaban a trabajar, la Columna Mangada había entrado en su pueblo y se oían tiros a todas horas en las calles. El 22 de septiembre de 1936, este viejo tembloroso, niño a la sazón, y su madre esperaban la vuelta de padre e hijo como cada noche. Nunca más supieron de ellos.
Se puede pasar de jugar a la peonza de madera a coger un fusil en minuto; como se cambia de la noche al día, del calor a la tormenta, de la vida a la muerte o de todo a nada. Se puede ver el mal de cerca y embadurnarte del mismo como un jabalí en el barro o despreciarlo; como es posible plantar cara al mal y luchar cada día con la sonrisa al frente buscando desesperadamente el bien como hizo éste hombre de bien. Se puede amar, sentir, vivir, abrazar apasionadamente y llorar sin consuelo, pero nunca dejarse arrastrar por el odio y la mentira. Él se fue como llegó, fuerte, cabal, callado, valiente y luchando hasta el último instante con su credo y sus principios intactos. Entre el niño y el anciano hubo una vida intensa que mereció la pena en cada instante; cada abrazo; cada noche estrellada y cada caricia a su esposa e hijos. Lo que no merece la pena es tiznar el pasado de noches tristes, de mentiras y de dolor. Él se fue, pasando por los lugares más terribles del horizonte humano: la pérdida de sus dos hermanos y padre en una semana; el horror de luchar en el frente las batallas más duras que se recuerdan en la historia de España. Es cierto que nunca olvidó, pero jamás dejó de amar y tender la mano a quién le necesitaba fuera de un lado u otro del camión que se llevó a don Basilio y más tarde a su padre y hermano. La mejor Ley de Memoria Histórica es reencontrarse a sí mismo y mirar el futuro con respeto y amor. A ese hombre que se fue sujeto a mi mano, le debo la vida y la verdadera Memoria Histórica. Con todo mi amor y agradecimiento, te envío tu historía al lucero en que nos guardas.
Enrique Garza Grau
Dr. Humanidades y Ciencias Sociales
Abogado