Puede parecer un cuento

Érase una vez una gran comunidad de vecinos situada en un lugar privilegiado; estaba compuesta por grandes bloques de viviendas y rodeada de jardines bien cuidados en los que había paseos, fuentes, una amplia zona de juegos infantiles y una docena de bancos de madera en los que la gente se sentaba a charlar, a leer el periódico o simplemente a descansar.

Contaba también con instalaciones deportivas y una gran piscina que servía de alivio a los rigores del verano y no faltaba un espacio en el que poder colocar ordenadamente una veintena de bicicletas.

Había también una gran sala común en la que todos los propietarios se reunían para resolver sus problemas o tomar nuevas iniciativas para lograr el beneficio de todos. 

Quien más quien menos, todos se esforzaban para mantener aquel lugar en el que se desarrollaba gran parte de sus vidas, mostraban un comportamiento cívico y contribuían económicamente en su conservación y mejora.

Aquellos centenares de hombres, mujeres y niños, de distintas razas y procedencias convivían en un clima de aceptable armonía, solventando con respeto y cordura los naturales roces, puntuales y poco relevantes. 

Sus días transcurrían dentro de una envidiable normalidad, sorteando cada cual con sus medios los problemas que se les presentaban, yendo y viniendo a sus trabajos, sus actividades cotidianas o sus estudios.

Hasta que comenzaron a llegar otras personas… unos de lugares próximos y otros muchos de otras nacionalidades.

Los primeros que aparecieron patearon la puerta de la vivienda de un vecino ausente y se instalaron en ella como si fuera de su propiedad; de nada sirvieron las quejas de los residentes.

Pronto llegaron más; se instalaron en otras viviendas y en varios de los trasteros o “acamparon” en los jardines; hasta hubo un grupo que forzó la entrada y se acomodó en la sala de reuniones y no faltaron los que se apropiaron de varias plazas de garaje de los propietarios.

Los incidentes, con gravedad creciente, no tardaron en producirse, destrozos, ruidos, peleas, suciedad, gritos, amenazas, intimidación, hurtos, daños en bienes ajenos, robo de bicicletas, violencia… Los nuevos moradores no mostraban el menor respeto por las normas establecidas e incluso desde una aparente impunidad realizaban actividades delictivas que creaban alarma social.

Tras las denuncias y protestas, las autoridades, obligadas a velar por la seguridad, el bienestar de todos y el respeto a la propiedad privada, parecían mirar para otro lado, enfrascados en asuntos secundarios que poco o nada tenían que ver con mantener la paz y la armonía de sus ciudadanos, quienes dicho sea de paso contribuían con sus impuestos a financiar tanto los servicios de la sociedad como los sueldos de toda la clase política.

Pronto se dio la paradoja de que mientras la mayoría de los vecinos madrugaba para acudir a su trabajo y ganar el sustento de sus familias, percibiendo sueldos que no siempre eran elevados, los nuevos moradores seguían durmiendo a pierna suelta amparados por los subsidios que las autoridades se habían afanado en ofrecerles para cubrir todas sus necesidades y que en algunos casos superaban los ingresos de las familias trabajadoras.

Hubo entre los vecinos quienes se mostraban demasiado comprensivos con los “intrusos” e incluso les facilitaban ropa, calzado, comida y hasta ayuda económica, reprochando al resto su falta de solidaridad, eso sí confiados en que su vivienda, su trastero, su plaza de garaje, su bicicleta, no fueran tomados por los “invasores”.

Y fue pasando el tiempo, días, semanas, meses, años… sin que quienes tenían la responsabilidad oficial y los medios para solucionar el problema tomaran al toro por los cuernos, resolvieran la “presunta” vulnerabilidad de algunos de ellos y devolvieran la normalidad perdida a la comunidad, crispada la convivencia general, un polvorín a punto de estallar.

La situación se ha ido haciendo insostenible y aunque aún no ha sucedido nada irreparable entra dentro de lo posible que alguien, harto de la situación, cansado de sentirse avasallado, decida actuar y ese día llegarán los lamentos.

Puede parecer un cuento, pero para desgracia de muchos ciudadanos esta lamentable historia se asemeja demasiado a las numerosas situaciones que desde hace años se producen, cada día, en los más diversos puntos de la geografía española, sin que los que nos gobiernan y tienen encomendada la tarea de legislar decidan acabar de raíz, de una vez por todas, con el problema.