Adiós a los aplausos, llegan las cacerolas
Posiblemente los de ayer hayan podido ser los últimos aplausos a todo un colectivo, el sanitario, que desde el primer momento se los ha ganado a pulso por combatir, durante todo este tiempo, en primerísima línea de combate y no siempre equipado convenientemente para la lucha, contra el asesino implacable que a día de ayer, oficialmente, se había cobrado 27.650 vidas en España.
Los ciudadanos, que muy mayoritariamente, hemos mantenido el confinamiento tal y como se nos había ordenado, hemos ido volviendo a las calles con las limitaciones de las distintas fases que cada zona del país ha ido alcanzando en base (suponemos que científica dado el despliegue de asesores, expertos y sabios, algunos de ellos secretos) a las recomendaciones científicas y criterios de salud que han “ayudado” al gobierno a tomar sus decisiones políticas.
Cuando ya se han sobrepasado los dos meses de estado de alarma, el panorama es desolador; el parón de la inmensa mayoría de los sectores económicos ha multiplicado las cifras de desempleo y ha dado la puntilla a multitud de pequeñas empresas, comercios y autónomos, dibujando un paisaje mucho más sombrío que el de aquella ya histórica crisis económica iniciada en 2008.
Hemos visto estos días largas colas de familias en busca de la caridad de ONG´S, asociaciones vecinales e iniciativas particulares, para poder cubrir sus necesidades alimenticias más elementales y todo apunta a que esa imagen, que tantas veces nos ha llegado desde países como Venezuela, lejos de desaparecer, acabe convertida en algo cotidiano.
Los hay también que subsisten gracias a sus familiares a la espera de los pagos de un ERTE que no acaba de llegar y que presagia, en muchos casos, un futuro cada vez más negro.
Se prometió desde el gobierno que nadie se quedaría atrás y cuando tantos miles ya se han quedado en el camino, es evidente que serán muchos los que no podrán seguir el ritmo de la marcha, por más que se prometan préstamos ICO, ayudas a autónomos, al turismo, al alquiler…
Por más que vaya a llegar ese “ingreso mínimo vital” que cada día anuncian como inminente y que puede dar solución a auténticos dramas familiares, la simple supervivencia se ha convertido ya, para muchos españoles, en todo un reto diario sin un horizonte que dibuje el mínimo optimismo.
Y por más que los pequeños pasos de las distintas fases nos acerquen a una “nueva normalidad” estará tan alejada de la normalidad absoluta que conocíamos que acabaremos sintiéndonos extraños en medio de cualquier situación que antes era de lo más normal.
La pandemia acabará controlada, haya o no vacuna, pero habrá truncado miles de vidas y habrá destrozado familias, sueños, ilusiones, proyectos…
Por eso, es lógico y natural, siempre lo ha sido, y lo fue especialmente cuando quienes nos gobernaban eran de otro signo, mostrar la rabia, la indignación y el descontento hacia quienes deberían haber tomado mejores decisiones, haber actuado antes y actuado mejor para evitar semejante descalabro social y económico.
Prepárense porque aún en el caso de que quienes iniciaron las protestas les parezcan a algunos “pijos ricos”, el descontento se pasea ya por todas las calles y rincones del país y ya se sabe, no sabemos estar con las manos quietas, decimos adiós a los aplausos, llegan las cacerolas.