Escribir a dedo
A los que nos dedicamos a esto de opinar -y que nos paguen por ello- nos pasan muchas cosas curiosas. La primera es la anterior: que nos paguen por opinar. Decía Arcadi Espada,y, en lenguaje tuitero, «aquí somos muy de Arcadi», que a alguien se le hace experto cuando un grupo de personas a las que se considera experto lo consideran. Los directivos. O los jefes de opinión. O todos. O qué se yo. Tampoco me preocupa en exceso.
No me preocupa porque entiendo que hay quien escribe opinión mucho mejor que yo. Es más: opiniones mejores que las mías. O en singular. Por eso tengo algo claro desde que me dieron una columna y/o un blog: estarán hasta que la empresa que acoquina el desgaste, considere. Así de claro.
Es peligroso ver al periodista como elemento peremne en una empresa. Pero no se trata tampocode mediar una guerra desde el día 0 y poner a prueba a los editores con agresiones cojonudas que demuestren el mero hecho de la puta libertad de prensa. Si claro que hay libertad de prensa y de que los periodistas digamos lo que se nos ponga en el muñeco pero hombre, seamos sensantos, nadie le diría a su jefe en una barra que llega con resaca porque el otro es alcohólico.
Pasa algo así. La necesidad de una tensión constante a la que hemos entrado por escuchar al receptor. Digo de antemano, para evitar la lapidación, que todo el respeto al receptor. Pero debemos aprender a no situarnos a la misma altura. O si suena mal, al menos no situarnos en la misma línea.
El big data supone el acceso a todo. Los mecánicos o los fontaneros se han guardado bien, sin embargo, de saber qué hacer en cada caso. De esta manera justificamos los 300 pavos por mano de obra de taller o los 70 por resolver un atasco. Dificilmente se nos ocurrirá decirles cómo tienen que hacerlo o cómo deberían haberlo hecho. Son expertos. Punto.
Pero en periodismo, esa guerra, está perdida.
Nos ven como que no somos los que más sabemos de información. Y es cierto. Nos ven como los que llegan tarde a temas de interés. No es menos cierto. Nos ven como que leemos lo evidente en función de nuestro interés. No les falta razón. Nos valoran a nivel de los jueces en cuanto a escasa credibilidad. No me extraña.
Y más allá.
Los consejos sobre los temas sobre los que debemos escribir, son una constante. Suelen coincidir, además, con aquellas veces que das la razón a un interlocutor en lo que sea. Desde el precio del pan a la casa de los Rose y Jack I de La Navata. De todo tiene que tener uno opinión, y «escribe mañana de» y, encima, aguanta que te digan que puede adquirir tirón eso.
Pues no. Me basta una sola petición para mandar al carajo al que lo pide y, si me apuras, a mi opinión. Porque he de confesarles algo: no sabemos de todo. Y entiendo su petición. Porque llevan años escuchando a todólogos que ahora son famosos del copón y quieren, ay, vernos en esa tesitura: opinando de la calidad del salmón uruguayo y de la violación de derechos humanos en Papúa Nueva Guinea. A poder ser, en menos de dos minutos.
Lo anterior, en conclusión, no se consigue con más profesionalidad de los profesionales sino expulsando de la credibilidad a los que aceptan escribir lo que vosotros decís. Idiotas.