Hincar la picacha
Planteado como plan, a uno no le apetece morirse. También es cierto que en España somos muy del muerto de quien siempre se ha dicho que no puede defenderse aunque a nosotros tampoco nos hace falta. Y eso que no he vivido siempre, como supondrán, y por eso no puedo asegurar que el tratamiento siempre haya sido el mismo: uno tiene que morirse para que digan lo bueno que era.
A fin de cuentas, en los pueblos, como el que vivo, las esquelas son una especie de arte renacentista, valga la redundancia. Es cierto que quienes ven las esquelas a diario (no como un derroche de locura indie) suelen ser fijos en el oficio pero ¿qué coño les importa a ellos el interés por la secesión catalana, el viaje del Papa Francisco a Cuba o las estafas de medio pelo de Volkswagen?
En los pueblos, las paredes en la que se ponen las esquelas, con celo o chinchetas, son lugares de encuentro mañaneros para saber quien, por fin, ha dejado el tabaco.
Es The President ́s Daily Brief en una pared descascarillada por el tiempo y la curiosidad.
Al fin y al cabo, morirse hoy es una cosa buena para la perpetuidad.
De este modo incluso Jesús Gil empieza a ser aquel gordo simpaticón del jacuzzi y las jacas a los que echan de menos los amantes del futbol que desollaba corazones y partía caras en las puertas de las federaciones. Cuando se habla de Gil, se tamiza una vida de delito y oprobio público sólo a niveles alcanzables por los finados y, si no, «mira como dejó Marbella».
Lo peor del asunto viene a ser la desdicha de la verdad.
Y según uno va haciéndose mayor, empieza a convivir con la idea de la muerte. Mis comidas familiares, de hecho, hace tiempo que comienzan así:
Abuela, ya estamos sentados. Cuéntenos el parte de muertos, heridos y hospitalizados, que se enfría la paella.
¡Hay que ver cómo eres!
Es broma, ya sabes que te quiero.
¿Os habéis enterado de lo del hijo de la Juani? Dicen que está muy malo.
Y así.
Es el día a día del microclima noticiable, del de las malas noticias. Una cuestión, por cierto, que le tocará sufrir como un airbag o una cobra en una mala noche a cualquiera que se dedique al periodismo: es que sólo contáis historias de muertos nos dicen.
Para ello se inventaron las expresiones que buscan quitarle, mediante la palabra, el morbo a la muerte: ha dejado el curro, no vuelve a fumar, hincó la picacha.
Hace poco se murió Ruiz Mateos y los todólogos del régimen de la opinión, han sacado las Wikipedias para justificar los crímenes del Estado contra los modélicos empresarios que siempre fueron él o Mario Conde. Ayuda, en este caso, la caracterización del personaje que logró ser un merco cómic de sí mismo disfrazado en las puertas de los juzgados con aquella escena, odiosos de boxeo, que supuso el «que te pego, leche».
Pero todos aquellos que en muerte guardan buenas palabras cuando en vida sólo cosecharon insultos, tienen en la buchaca filosófica un común: jamás pasaron de políticos estetas.
La de Voronof.
«Decididamente, no creo que sea nada fácil rejuvenecer a un político español. El doctor Voronof podrá rejuvenecer a un carnero de catorce años, a un loro de ciento cincuenta y a una carpa de doscientos; pero no así a uno de nuestros políticos. Y es que para devolverle la juventud a un animal cualquiera, se necesita una cosa que no depende ni del doctor Voronof ni tampoco del animal. Se necesita, sencillamente, que el animal en cuestión haya sido joven alguna vez».
Por eso, a pesar de no verse ya tan joven, se alegra uno de no ser político.
Darío Novo