De la psicología copera
Hay días en los que a uno le da por levantarse periodista. Suelen ser aquellas jornadas en las que acabas creyéndote lo que los evangelistas del medio proclaman a los cuatro vientos desde el sofá de piel de su casa: el periodista debe estar donde está la noticia. Pues eso hice. Pidiendo acreditaciones con el Cabral para ir a Barcelona y la RFEF de Villar me decía que no cumplíamos los requisitos que eran algo parecido al ‘¿Qué han hecho los romanos por nosotros?’ de La Vida de Bryan. Por si vuelve a pasar, hemos empezado a amañar competiciones de minibenjamines en el pueblo de Babia, esperando que el Marqués del Nabo ponga la mano por nosotros, como la puso por Villar o por Iniesta.
Total, que uno se encuentra en Madrid desvalido y sin entrada y le proponen ir al Club Euskal Etxea de los madriles y le parece bien. Llegando en taxi, mucha gente se aproxima a la zona con la camiseta del Athletic pero cuando llegamos, a eso de las 20.30, el ambiente es festivo pero raruno. Gente muy entregada, pero espacios amplios. Nos tomamos unas croquetas en el bar de al lado ajenos a la marabunta.
Arriba no hay sitio y es donde venden las birras. Abajo, un cine para ver el fútbol. Nos aposentamos y pacto con la acompañante que si no hay bebida, no hay fútbol en cines.
Y a uno le da por rememorar…
Las cosas más surrealistas a nivel de aficionado, que son aquellas ocurridas en las finales de Copa. Las que juega tu equipo y las que no. Preguntándose a uno mismo por qué si se juega en Madrid o cerca –o lejos, como esta- siempre reservas el finde por si acaso.
La Copa guarda aroma a fútbol de álbum de cromos guardado en ropero viejo. Si ese álbum oliera a guardado, siempre se te cae la nota que te mandaba la chica que te gustaba en clase. Justo eso es. Un torneo de viejos recuerdos, de viejo prestigio, de nuevos tripletes.
Entonces uno se imbuye en el ambiente. Decide que es uno más de ellos. Pero, sin perder la perspectiva de periodista, observa que los pitos al himno no son un problema, una reivindicación ni un comentario. Son un silencio.
El fútbol empieza desmedido. A mi lado, un señor que huele a vasco. Messi marca el primero, una obra de arte. El señor se marcha sin ruido y su asiento es uno más. Para otro vasco que huele a vasco. Este es más hablador. Nos indignamos con Jordi Alba, con el achique del Athletic, con la madre que los parió. El segundo es un aguijón. Mi compañero de asiento niega con la cabeza. Delante, el niño al que el padre le explicaba los motivos de los pitos increpa en bilbaíno puro. Matizo. No era euskera, era bilbaíno. De dolor. De aquella rabia que nos hubiese gustado a él y a mí empezar por ‘i’ de injusta pero empezaba por ‘i’ de impotencia. Y le deseo que no se le cumpla lo último en su segunda acepción.
Cuando salimos a fumar, en el Teatro de enfrente había cola. Nos sentamos en unas escaleras de la salida de incendios y tomamos un botellín. La calle era un mar de vida rojiblanca, una familia. Dos moteros pusieron el himno del Athletic y todo el mundo les miró, y lo cantó, y lo latió. Había otra final que es la de la ilusión y que no se premia. El fútbol, tan injusto él.
Nos marchamos a ver como se vivía eso en un sitio neutro. Un idiota acompañado de lo que él esperaba que fuera una mujer, gritó a mi acompañante partes trabadas del himno culé. Un rema: mi acompañante fémina, llevaba la camiseta del Athletic. Y fue muy cutre. Porque miren que uno respeta las culturas, los idiomas, dialectos o sabe dios como quieren que se refiera uno al catalán. Pero fue lo más lejos de decir algo en catalán. Una mezcla de cantar el himno culé ciego de speed de los 90 con un polvorón en la boca y ser Eva González en una noche sin más. Supongo que, al no prestarle atención los receptores, aquella muchacha observó su ridículo. Como media calle.
Entramos en una taberna de madera, con más teles que ambiente. El partido ya había fraguado en paz acordada o fuego fatuo rojiblanco. Y Messi no se acordó y marcó otro y lo celebró. Sanguinario, brutal, elegante, plasmable, único, genio. Messi.
Ya nadie miraba a la tele y nos engancharon por dos veces. Una con el gol de Williams, que fue más arte –“el arte es aquello que no vale para nada”- que otra cosa. La otra fue la frivolité de Neymar que un día le costará más caro que al Barça su fichaje.
No evitemos hablar de ello. Digamos que las cosas bonitas en el fútbol, como el primero de Messi, son de ponerse en pie. Pero digamos también que levantar el balón con los talones de manera cutre ante un equipo que ha demostrado ser digno, es hacer el brasileño. Así pasó. En el bar de madera la gente no entendía por qué hacía eso como si no fuera precedente y en esas murió el fútbol.
Madrid, para los de fuera, vive el fútbol casi como si no fuera con ellos. Que es lo que pasó ayer. Por eso me volvía a casa y el taxista me dijo:
-Ah, ¿pero había fútbol hoy? ¿Y quién jugaba?
-El Barça. Ha sido campeón de Copa.
-Lo que importa es la Liga.
-La ganó el Barça hace una semana.
-¿Y qué ha hecho Joao Moura?
Como si el psicólogo fuera el cliente y no el taxista.
Darío Novo